La Navidad es un tiempo para mirar la realidad desde otra óptica, una invitación a creer en la bondad innata del ser humano sin que por ello tengamos que volvernos empalagosos y falaces; y para los cristianos concretamente, la oportunidad de dar a luz y de que el Nacido nos haga obrar de tal manera que el mundo sea más justo, más tierno y bendito, y a falta de otra palabra, que el mundo sea mejor porque estamos en él.
La película de la que voy a escribir me parece que habla de todas estas cosas, y lo hace de una manera sublime, maravillosa, sin artificios, de efectos casi mágicos. Una película que tras ser vista siete u ocho veces siempre se disfruta y nunca se ha tenido suficiente. Quizá porque la historia de George Bailey me resulta fascinante y mucho más rica de lo que aparece a simple vista. Hablamos de ” ¡Qué bello es vivir! “ ( F. Capra 1946).
Y la vida no es siempre lo que uno desea porque éste George Bailey, interpretado por un inmenso James Stewart, es un soñador que desea recorrer el mundo y que nunca lo puede llegar a hacer por el bien de los demás, por ser un filántropo. Pero la renuncia le saldrá cara, perderá su ilusión y vencido por la desesperación decide terminar con su vida y que la familia cobre el dinero del seguro. La aparición entonces de un extraño viejecillo (el ángel Clarence) con idéntica determinación de acabar también con sus días terrenales provocará que Bailey desista de su idea y le salve. Ha llegado el momento de conocer y ser protagonista de otra historia: la vida sin él.
No creo que haya otra película que emocione tanto y tan fácilmente como ésta. El comienzo es singular, con el diálogo entre dos astros de luces que hablan sobre una misión: salvar a un ser humano, a Bailey. Se nos presenta entonces su vida en un recorrido precioso desde su infancia y que está lleno de momentos memorables, cómicos y dramáticos (cuando el amor de su vida, aun niña, le confiesa en su oído sordo su amor, el por qué se queda sordo, el equívoco con la receta, todo lo que gira en torno al enamoramiento, o por supuesto, ese maravilloso “ ¿quieres la luna?”).
Ya de mayor, la peli nos muestra una de las características del cine de Capra: el dinero y la felicidad van por caminos separados. El rico es un amargado y aquí despreciable señor Potter (impresionante Lionel Barrymore). El pobre es feliz. De su enfrentamiento nacerá la desesperación que lleva al protagonista al borde del suicidio. Por entonces ya nos hemos enamorado de la vida de este hombre, de su vida completa, sin aristas ni lagunas, sin artificiosidades ni falsedades de ficción, la vida de un hombre común, luchador y extraviado, pero héroe a su pesar, un hombre que echa un cable a los más desfavorecidos de la sociedad, a los asalariados con más problemas para salir adelante. Lindo, muy lindo.
Y llega el tramo final, en el que el deseo de Bailey se ve cumplido, y transformado en pesadilla. Es uno de los mejores clímax de la historia del cine: Bailey comprobando cómo su vida, al igual que la vida de todos, afecta a todas las vidas que rozaron, y siempre de forma positiva, aunque observar a sus seres queridos incapaces de recordarle sea un duro trago para él. Menos mal que el ángel Clarence añade un poco de humor negro, porque es un bloque durísimo, descorazonador. Bailey, aterrado, deseará entonces con todo su corazón volver a vivir como antes, deseo que le es concedido y al regresar a casa, a su amado y cálido hogar, le esperará un pequeño gran milagro…
Bailey deberá conformarse con lo que tiene y aceptar una vida que antes menospreciaba, pero la óptica es radicalmente opuesta. Bailey descubre lo que verdaderamente importa y se da cuenta que había equivocado sus prioridades, que realmente, su vida ha sido valiosa y que tiene todo lo que podría desearse, una familia que le ama y un pueblo lleno de amigos, agradecidos y dispuestos a ayudarle cuando lo necesite. En definitiva, ha vivido, y tiene tiempo por delante para seguir haciéndolo, feliz y plenamente.
Y qué más podría deciros de “¡Qué bello es vivir!”, que es una de esas películas que hace amar el cine y a la vida misma, que nos transforma en algo mucho mejor con solo abrir un poco los ojos, que nos habla de que nunca es tarde, ni todo está perdido si tienes a gente cerca que te quiere. Y me encanta cómo transmite el concepto de un Dios preocupado y atento, que nos muestra lo mejor de nosotros mismos y a caminar por la senda, difícil y sacrificada, de aquel que opta por el bien común, por el amor al ser humano. Y entonces pienso que todo aquel que lea estas líneas se ve conmovido en su interior porque en realidad es una razón más por la que este mundo merece ser vivido aunque no te lo digas o no lo sepas. E imagino al que va a nacer, sonriendo y acostado en su cuna, satisfecho porque el mundo es mejor gracias a que estamos en él y en ÉL.