viernes, 4 de febrero de 2011

¡Y ME LA QUERÍA PERDER!

Recuerdo haber visto Amèlie cuando se estrenó hará unos diez años, y el sabor de boca que su recuerdo me traía era insípido, casi molesto. Me traje la peli en septiembre pero algo me echaba hacia atrás y me decía que semejante pastelada no merecía la pena un nuevo visionado. Pero ayer internet tenía uno de sus muchos días de absoluta desesperación, y cansado de estudiar telugu y de preparar un power-point decidí verla, sin más. Su inicio me transporta por un momento al de Magnolia…

Amèlie es fruto de la educación de unos padres franceses. Él, un médico que suponemos presta toda la atención del mundo a sus pacientes pero que a su hija la tiene abandonada o simplemente la ausculta anualmente y que resulta ser su mayor muestra de cariño. Ella, una madre neurótica que ve enfermedades en su hija cuando son sólo cosas de niños pequeños. Con esta premisa la peli me predispone en su contra pues creo que lo que venga después será consecuencia de una educación absolutamente desquiciada que ha mantenido a Amèlie apenas sin contacto con el mundo exterior hasta que se hace mayor. Aún así, hasta entonces habría ya más que sonreído con un par de frikadas y comentarios como la muerte de la madre o las absurdeces de su imaginación desbordada en la cual Amèlie se había refugiado.

Y en plena batalla me encuentro cuando ya tenemos a Amèlie independizada y trabajando en un café tras veinte minutos de peli, y entonces el desfile de frikis aparece en escena. Mas ya por entonces hay algo que queda claro y que me gusta: Amèlie tiene el gusto por las cosas pequeñas; y es ese discreto encanto de las cosas pequeñas lo que va a cambiar su mundo y que será cuando descubra la caja con juguetes escondida en el baño por el niño que habitó treinta años atrás la casa donde ahora ella vive. Ha llegado el momento de salir de si misma y descubrir su vocación: ”si el dueño de la cajita se enternece, ella se dedicará a enderezar la vida de los demás, a hacerles más felices, a ayudar a la humanidad”. Y lo que más me empieza a gustar: ayuda a los más cercanos, los habitantes de su edificio y de su entorno, a la gente del barrio; sí, a esa colección de “frikis”, de raros, de marginados también; sí, a los hipocondriacos, a los celosos, a los alcohólicos, al anciano solitario, al pacífico despreciado. Y me sigue gustando que es también capaz de usar métodos poco ortodoxos para enderezar al tozudo, al malhumorado e injusto.

Como final a esta bella fábula de marcado altruismo, Amèlie descubrirá que al salir de su mundo queda expuesta y vulnerable, por lo que cuando Nino, su media naranja, toque su corazón y la enamore, le hará ver que ella es como los demás, que también necesita ser ayudada, que también necesita afecto y cariño. Será su vecino, el anciano y solitario hombre de cristal, pintor de un solo cuadro mil veces repetido, quien le empuje a tomar el riesgo. El riesgo de ser amada.

Amélie, preciosa fábula sobre la inocencia, la poesía y la solidaridad, frente a la sofisticación, la vulgaridad y el egoísmo de la cultura actual. Como dicen muchos jóvenes: “Amèlie, no cambies nunca”. Lo dicho, preciosa fábula.

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